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Elementos Simbólicos en la Iglesia

Somos seres humanos, es decir, seres compuestos de cuerpo y espíritu, de elementos externos y de
elementos internos. Por consiguiente, nuestra actividad, también la liturgia, ha de ser externa e interna. Por
eso empleamos signos, gestos, palabras y diversas acciones como expresión de la correspondiente actitud
interior. La concurrencia de lo externo con lo espiritual ayuda a captar mejor la realidad y a enriquecer la
vivencia.


• Signo y Símbolo.
Signo y símbolo son dos realidades distintas:
- El Signo es una señal, una realidad externa, que remite a otra realidad distinta, bien
determinada, clara, comprendida racionalmente.
Hay signos naturales y signos convencionales.
Los signos naturales llevan su significado en lo que son. Ejemplo: el humo, que
indica fuego; la sonrisa, que expresa alegría.
Los signos convencionales significan lo que las personas hemos convenido que
signifiquen. Ejemplo: señales de tránsito, de peligro (una calavera), etc.
- El Símbolo es un elemento sensible que remite a una realidad de otro orden,
percibida en forma más intuitiva que racional, es decir, a una realidad no captada
plenamente en el orden del razonamiento.
El motivo por el cual la realidad simbolizada no es percibida con precisión racional,
es que tal realidad afecta a lo más radical de nuestra propia persona o a algo
trascendente. Y lo más radical, lo más profundo, escapa de nuestro raciocinio; esas
realidades son experimentadas, sentidas, vividas, pero no razonadas.
Al no estar situado en el plano ordinario de lo racional, el símbolo no emplea el lenguaje
corriente, sino un lenguaje figurado: el lenguaje simbólico. Pero no es ajeno a la razón,
porque signo y símbolo se corrigen mutuamente, es decir, evitan que caigamos en el
ámbito estrecho de lo que nosotros podemos razonar o en el exceso contrario: el ámbito
de lo imaginativo desligado de la razón. Y, al mismo tiempo, se complementan uniendo
esos dos mundos.

• La liturgia necesita símbolos.
Puesto que el símbolo es el lenguaje propio de las experiencias profundas y de lo
trascendente, la liturgia los necesita. Sin símbolos no podría referirse ni experimentar o
vivir lo más profundo. Quedaría en lo superficial.
Cuando en la liturgia se quiere explicar todo (es decir, razonarlo), se elimina de ella la
mayor riqueza. Cuando se quiere tener todo muy claro, sólo se ve la superficie. En es
caso, “el precio de la claridad es la pérdida de profundidad” (P. Ricoeur). Lo que se muy
claro es sólo la corteza. “El racionalismo es un enemigo de la celebración y de la ciencia
litúrgica”
En algunas celebraciones se suceden sin cesar las explicaciones de todo. Eso perjudica
grandemente la vivencia de la liturgia.

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