Con el lavabo, el sacerdote que celebra la Eucaristía se lava las manos justo antes de la oración sobre las ofrendas. El nombre viene del Salmo 26: “Lavabo in innocentia manus meas” (que se puede traducir como lavaré mis manos en señal de inocencia).
Se trata de un signo, pues el sacerdote ya debe tener las manos limpias antes de iniciar la Eucaristía. Con él “se expresa el deseo de purificación interior” (OGMR, 76), que va acompañado de unas palabras que dice en secreto mientras se lava las manos: “Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado“, tomadas del Salmo 51.
Para su uso, si el sacerdote es ayudado por un acólito, éste sostiene una jarrita con agua que vierte sobre las manos del sacerdote, a la vez que aguanta un cuenco por debajo de éstas. Después le ofrece un manutergio (del latín: manus + tergere: manos y enjugar), paño para que el sacerdote pueda secarse.
HISTORIA
El principio del lavado de las manos antes de celebrar la santa liturgia (anteriormente una precaución práctica obvia de limpieza, luego interpretada también simbólicamente) sucede naturalmente en todos los ritos. En los ritos orientales esto se hace al principio como parte de la vestidura; generalmente va acompañado por el mismo fragmento del Salmo 26(25) (v. 6-12), que se reza en Occidente posterior al ofertorio. Pero en las Constituciones Apostólicas, VIII, 11, las manos del celebrante se lavan justo antes de la despedida de los catecúmenos (Brightman, 13), en los ritos siríaco y copto se lavan después del credo (ib., 82 y 162). San Cirilo de Jerusalén también menciona un lavado que se hace en presencia de las personas (Cat. Mis., V). Así, también, en el rito romano el celebrante se lava las manos antes de vestirse, pero con otra oración (“Da, Domine, virtutem”, etc., en el misal entre las “Orationes ante Missam”). En Roma, la razón del segundo lavado durante la Misa sin lugar a dudas fue su necesidad especial debido a la larga ceremonia de recibir las hogazas y recipientes de vinos de parte de la gente durante el ofertorio (todo lo cual está ausente en los ritos Orientales).
El primer Ordines Romani describe un lavado general de las manos por el celebrante y los diáconos inmediatamente después que han recibido y llevado las ofrendas al altar (“Ordo Rom. I, 14; “Ordo de San Amando”, en Duchesne, “Origines du Culte”, 443, etc.; en el “Ordo de San Amando” el pontífice se lava las manos antes y después del ofertorio). Aún no hay mención de recitación de salmo u oración alguna dicha en ese momento. En el rito galicano las ofrendas se preparaban antes de que comenzara la Misa, como en Oriente; por ende no había ofertorio ni oportunidad para el posterior lavabo. En Milán hay un ofertorio tomado de Roma, pero no hay lavado de manos en ese momento; la liturgia mozárabe también tiene un ofertorio romanizante y un lavado pero sin oraciones (“Missale Mixtum”, P.L., LXXXV, 538). En la Edad Media el rito romano tenía dos lavados de manos en el ofertorio: Uno justo antes, mientras el diácono extendía el corporal sobre el altar y otro inmediatamente después de la incensación que sigue al ofertorio (Durando “Rationale”, IV, 28; Benedicto XIV, “De SS. Missæ Sacrif.”, II, 11). El primero de éstos ha desaparecido. El segundo se acompañaba con los versos 6-12 del Salmo 26(25). Los comentadores medievales son los primeros en mencionar este salmo (e.g. Durando, loc. cit.). No hay duda se dijo desde tiempos muy antiguos como una devoción privada obviamente adecuado para la ocasión. Hemos notado que acompaña el lavado previo a la liturgia en el rito bizantino. Benedicto XIV apunta que tan tarde como en su tiempo (siglo XVIII) “en algunas Iglesias solo se recitan algunos versos” (loc. cit.), aunque el Misal requiere que se reciten todos (es decir del verso 6 hasta el fin) sean recitados. San Cirilo de Jerusalén (loc. cit.), ya explica el lavarse como un símbolo de pureza del alma; todos los escritores medievales (Durando, loc. cit.; Santo Tomás, “Suma Theol.”, III, Q. LXXXIII, art. 5, ad lum; etc.), insisten en esta idea.
La regla actual es la siguiente: en una Misa mayor (o cantada), tan pronto el celebrante ha incensado el altar y a sí mismo en el lado de la epístola, permanece allí mientras los acólitos, que deben estar esperando al lado de la credencia, le lavan sus manos. El primer acólito echa agua de la vinajera sobre los dedos del celebrante hacia el pequeño plato, el segundo le provee un paño para secarse los dedos. Mientras tanto, el celebrante recita: “Lavabo inter innocentes”, etc., hasta el fin del salmo, con un “Gloria al Padre” y “Sicut erat”. El Gloria se omite en las Misas por los difuntos y en las Misas de tempore desde el Domingo de Pasión hasta el Sábado Santo exclusivamente ("Ritus celebrandi", VII, 6, en el Misal). Un obispo en una Misa mayor utiliza la “preciosa” mitra (mitra pretiosa) mientras es incensado y lava sus manos (Cærim. Episc., II, 8, 64); en este caso se utiliza normalmente una jarra de plata más grande y una jofaina, pero el “Caeremoniale Episcoporum” no las menciona. En Misas menores, ya que no hay incienso, el celebrante va al lado de la epístola y se lava las manos, de la misma manera inmediatamente después de la oración “Veni sanctificator”. Para su conveniencia la tarjeta de altar contiene la oración dicha cuando se bendice el agua antes de ponerla en el cáliz (“Deus qui humanæ substantiæ”) y los versos “Lavabo”, etc.
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